Suiza: Donde el tiempo no corre, respira

De Suiza se dice que es precisa, limpia, neutral. Pero eso es sólo lo que dicen los relojes, los bancos y las postales. Yo encontré otra Suiza: la que no aparece en los folletos, la que no se mide en trenes puntuales ni chocolates perfectos. Una Suiza que habla bajo, como si supiera que el verdadero lujo es la calma.

Allí, el silencio no es ausencia. Es presencia contenida. Cada lago parecía un espejo que no se atrevía a romper la imagen del cielo, y cada montaña era una lección de permanencia. Caminaba entre pinos que olían a invierno aunque fuera verano, y sentía que el aire tenía otra densidad: más liviano para el cuerpo, más denso para el alma.

No viajé buscando experiencias extremas. Suiza me ofreció lo contrario: una pausa. Una pausa real. Una pausa sin culpa. En cafés donde el café era ritual, no consumo. En trenes donde el trayecto era más hermoso que el destino. En senderos donde nadie te sigue y eso no significa soledad, sino libertad.

Allí comprendí que la belleza también puede ser silenciosa. Que no todo necesita intensidad para ser inolvidable. Que hay países —como Suiza— que no buscan sorprenderte, sino serenarte. Que no te abruman con historia, pero te susurran siglos si estás dispuesto a escuchar con el corazón.

Me senté muchas veces frente a paisajes que parecían irreales. No escribí. No tomé fotos. Solo respiré. Y eso, para alguien como yo, fue más que suficiente.

Suiza me enseñó que la vida no necesita ser grandiosa para ser profunda. Que también se puede vivir entre pausas, entre relojes que, curiosamente, no te apuran. Y que a veces, el mayor viaje es aquél en el que no necesitas moverte tanto, sino detenerte.

 

Ramón Montes Palomino